Comentario
La muerte de Juan I, en plena juventud, dejaba como heredero del trono a un niño, Enrique III (1390-1406). La pugna por controlar el Consejo de Regencia, que finalmente se constituyó en las Cortes de Madrid de 1391, fue de una gran dureza, ya que los Grandes del reino entendían que su papel quedaba diluido en un Consejo multitudinario. Protagonismo especial tuvo en aquella ocasión el arzobispo de Toledo, Pedro Tenorio, partidario del estricto cumplimiento del testamento de Juan I. Sería precisamente aquella coyuntura la que propició el estallido, en junio de 1391, de violentos ataques a la judería de Sevilla.
Desde que Enrique III se hizo cargo efectivo del poder se agudizó la pugna contra los epígonos Trastámaras. A la postre los principales integrantes de ese grupo, en su mayoría parientes del rey, como el conde de Noreña o don Fadrique, duque de Benavente, fueron derrotados. Son muy significativos, a ese respecto, hechos tales como que el duque de Benavente fuera hecho prisionero o que el conde de Noreña tuviera que huir de la Península. Por contra, había consolidado su poder la nobleza de servicios, de la que eran típicos representantes, en tiempos de Enrique III, el justicia mayor Diego López de Estúñiga, el mayordomo Juan Hurtado de Mendoza o el condestable Ruy López Dávalos.
La época de Enrique III estuvo dominada, en el panorama internacional, por la paz. Así las cosas, mientras continuaba la alianza con Francia mejoraron las relaciones con Inglaterra, lo que permitió la reanudación de las relaciones comerciales con dicho país. Por otra parte, el interés de Enrique III por el Mediterráneo, en cuyo extremo oriental se anunciaba el peligro turco, llevó al monarca castellano a planear un pacto nada más y nada menos que con los tártaros de Tamerlán. Con esa finalidad salió de Castilla una embajada de la que se ha conservado un bello y minucioso relato, escrito por Ruy González de Clavijo, el principal miembro de la expedición. En otro orden de cosas es preciso recordar el apoyo prestado por Enrique III a las insólitas campañas del aventurero francés Jean de Bethencourt en las Canarias. Aquello sería el punto de partida de la presencia castellana en las "islas afortunadas".